Parte 2 — ¿Y estaba realmente tan mal?
- Hobi Hostel

- 23 nov
- 3 Min. de lectura
Antes de continuar esta narrativa, permítanme un breve desvío — casi una nota al pie personal. Lo que comparto aquí nace de lo que he vivido y aprendido hasta ahora. Son percepciones vivas, cambiantes, y —como todo lo que es honesto— pueden modificarse con el tiempo. Las ofrezco con la humildad de quien sabe que mirar al pasado y al presente nunca es una tarea sencilla. Algunas líneas pueden generar incomodidad; si eso ocurre, pido de antemano su sincera comprensión.
Si tuviera que responder de forma rápida, diría: sí, estaba mal.Pero nada es simple cuando se observa una casa que ha atravesado décadas de abandono público, improvisaciones privadas y la lucha silenciosa de quienes intentaron sobrevivir entre sus paredes.
A lo largo de este proceso, comprendí que las marcas de la falta de recursos no son solo grietas o moho: son huellas de un sistema social que empuja a familias vulnerables a ocupar estructuras que jamás deberían soportar el peso de condiciones de vida precarias. Esto no es un juicio moral —es un lamento ante la falta de políticas capaces de conciliar la preservación del patrimonio con la dignidad humana.
Para algunos, la simple frase “esto no debería ocurrir” ya puede encender una alarma. Lo entiendo. Pero al vivir todo esto de cerca, comprendí que no es elitista defender la preservación de casas como esta; lo verdaderamente elitista es creer que basta con eximir impuestos para que familias —muchas veces sin educación formal ni ingresos estables— logren por sí solas mantener un inmueble protegido. No funciona así. Nunca ha funcionado.
Recuerdo un reportaje grabado aquí mismo, con doña Elza, a comienzos de los años 2000. Con la sabiduría de quien conoce su casa como conoce su propio cuerpo, ella hacía preguntas simples y contundentes:
“¿Y de dónde saco el dinero?”
“La mano de obra especializada es cara…”
“Todo esto es mármol de Carrara.”
Y allí estaba la verdad. Una exención fiscal no paga un albañil, no compra madera maciza, no refuerza una losa, no reconstruye un techo. Cuando el poder público transfiere la responsabilidad, pero no los medios, el resultado es siempre el mismo: una ecuación imposible.
Y por eso el lector quizá se pregunte: “Entonces, ¿cómo puede usted seguir afirmando que este tipo de ocupación no debería suceder?”La respuesta, que hoy me parece más clara, es que la ocupación de casas históricas no es la causa del problema —es uno de sus síntomas más visibles.
La política de vivienda social es insuficiente. Y cuando existe, muchas veces beneficia a quienes no la necesitan realmente. Así, las familias en situación de vulnerabilidad terminan encontrando refugio donde no deberían: en subsuelos asfixiantes, estructuras corroídas, cuartos improvisados que apenas garantizan seguridad física.
Aquí, en este caserón, el techo se venía abajo.Había baños improvisados, duchas instaladas a centímetros de cables expuestos, ambientes sin ventilación mínima. No era solo inadecuado —era peligroso.
Que quede muy claro para el lector: doña Elza merecía —y verdaderamente mereció— ser propietaria de esta casa. Hizo todo lo que pudo, con los cuidados posibles dentro de sus circunstancias. Mi mirada crítica jamás se dirige a quienes vivieron aquí, sino a aquellos que, disponiendo de recursos y poder de decisión, ofrecen como solución simplemente “no cobrar impuestos”: una respuesta demasiado reducida para un problema tan profundo y complejo.
Y es desde esta perspectiva —quizás incómoda, pero honesta— que comienzo finalmente a relatar el proceso de restauración…





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